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Friday, January 07, 2005

El consenso reverenciado 

El último 24 de marzo –corre el año 2004–, a la tradicional vuelta en torno a la pirámide de mayo se sumó un acto convocado por Presidencia de la Nación frente al edificio de la ESMA. El motivo explícito –dar cauce al demorado proyecto de un museo de la memoria– “forzaba” a comparecer a las distintas organizaciones que reúnen a los familiares de desaparecidos. Ya fuera con reticencia o incluso en oposición, quedaban así involucradas en el peculiar relato de la resurrección de las buenas intenciones en política (y los gestos, muchos gestos, demasiados) con que el presente gobierno se trama e inscribe. De hecho, decir que la convocatoria partió de “Presidencia” es ligeramente inexacto. Partió de “el presidente”, figura a la que –como viene siendo habitual– se hizo jugar un doble rol, de jefe de Estado y persona privada: como Estado, en nombre de ese Estado, pidió “perdón”,1 al tiempo que como individuo suele posicionarse –no solo en esta sino también en otras oportunidades– del lado de las víctimas, basándose en su pertenencia generacional.2
Se trata del sonado sistema K, conciliador como pocos, que otorga para acallar y fabrica consenso; mecanismo espurio de producción de hegemonía que no logra ocultar su intención de absorber toda fuente de oposición posible. De hecho, lo dramático del 24 de marzo fue la aplicación de ese sistema a una demanda que, por aquello mismo que enfrenta y dado el curso de los procesos jurídicos correspondientes, necesita no conciliar, mantenerse en oposición. La vuelta a la pirámide constituía una proeza simbólica: transformaba una orden represiva (“circulen”) en un acto de resistencia. En ese mismo nivel, el de la representación, quedó explícito el funcionamiento del gesto presidencial: el acto, con su estatismo característico, vino a lograr que “esas mujeres”, de una vez por todas, se queden quietas.
El quid pro quo es sencillo: a cambio del asentimiento (siquiera presencial), se asimila como propio el modo de “procesar” y “solucionar” la cuestión de los desaparecidos y el terrorismo de estado que venían proponiendo las organizaciones, se lo oficializa. Me refiero a la institución de una memoria homogénea libre de contradicción, una memoria entendida como transformación del problema en archivo, su conversión definitiva en “hecho histórico”. Tal proceso es objetable por varias razones. En primer lugar porque busca “cerrar”, mientras que frente a los desaparecidos parecería lo más indicado sostener la posición de la consigna “con vida los llevaron, con vida los queremos”. La inscripción como historia produce –indefectiblemente– la captura, eliminación y neutralización del problema en tanto que problema presente. Por otra parte, la homologación de la memoria conlleva la invención de un sujeto víctima único y homogéneo; así, el genocidio alemán se petrifica en la figura de “el judío” o “la familia judía”, llegando a adoptar una denominación en lengua hebrea, Shoá, que –como tantas veces se ha advertido– desconoce e invisibiliza la presencia de homosexuales, gitanos, soviéticos y otras “minorías” en los campos. Es que, podría decirse, dentro de toda minoría hay mayorías, y son esas mayorías las que se organizan institucionalmente, ganan representatividad y finalmente estructuran los términos en que debe narrarse la experiencia (silenciando otras voces). Ahora bien, si los antedichos motivos hacían discutible el acierto de semejante concepción de memoria, su oficialización la vuelve inaceptable.
En tal contexto, el segundo largometraje de Albertina Carri, Los rubios, cobra una importancia política mayor de la que tuviera en su momento de aparición (la quinta edición del Festival de Buenos Aires). En aquel entonces, por su insistencia en la fragmentación, el olvido y el grado ficticio de toda construcción elevada a la posición de “memoria”, se oponía a ese modelo. Hoy, dado el cambio, se opone al modelo oficial, y por esas mismas características no solo al modelo oficial de enfrentar la cuestión de los desaparecidos, sino a todo un modo de entender la política sobre una vuelta romántica e ilusoria a la noción de res pública como causa común. Los rubios muestra una sociedad totalmente fracturada, conflictiva más allá de cualquier solución, donde el único sentido de “comunidad” lo aportan los lazos afectivos inmediatos. Si se quiere, en ella no hay comunidad sino vuelta a cierta tribalización electiva (y no cosanguínea). La ficción nacional se disgrega frente a un retrato de pequeños grupos que aun teniéndose simpatía –el de Carri frente a los ex-compañeros de sus padres que dan testimonio, por ejemplo– no pueden conciliar una mirada, un proyecto ni intereses afines. Como en No quiero volver a casa, su largometraje anterior, no es posible hablar de “sociedad” como totalidad unificadora, sino antes bien como escenario donde distintos grupos entran en conflicto de manera violenta, motivados por causas que “son” y “no son” políticas al mismo tiempo.3 Es que el cine de Carri pone en cuestión –desde su primera película hasta el cortometraje Barbie también puede eStar triste– la posibilidad de una división entre escena pública y privada. Lo “político” como espacio racional de intereses comunes se ve, en su obra, permanentemente “contaminado” por la intromisión de lo privado, lo íntimo. La suya no es una sociedad de animales políticos, sino el encuentro (la coincidencia) de sujetos deseantes.
Así las cosas, Los rubios parecía destinada a despertar grandes resistencias, y la primera de ellas quedó registrada en la película misma (la “negativa a expedirse” del comité de clasificación del INCAA, en base a argumentos que le imputaban, básicamente, falta de valor documental). Sin embargo, al momento de su estreno la película tuvo una repercusión por demás favorable, libre de controversia, tanto entre el público como entre la crítica y los distintos sectores “interesados”. Un cine contra el consenso parecía así encontrar un paradójico consenso.4
Por suerte, en el ejemplar de abril de 2004 de Punto de vista, Martín Kohan publica la reseña más negativa hasta el momento, bajo el título “La apariencia celebrada”. Hay que celebrar, sin dudas, la aparición de una voz disidente. El problema, claro, es que disentir no es siempre producir diferencia, y que los argumentos esbozados por Kohan no hacen más que retomar, in extenso (lo que no implica mayor asidero), la impugnación de la junta de clasificación del INCAA; es decir, no apuntan hacia una producción de diferencia sino hacia la defensa de lo ya-consensuado. Lo llamativo del caso es dónde se los enuncia, porque Punto de vista no es cualquier revista. Esta publicación tiene su propia historia de resistencia durante el gobierno de facto, y representa hoy, en cierta medida, uno de los tribunales últimos de la intelectualidad progresista argentina.5 Si se quiere simplificar, los mismos argumentos que aparecieron como reacción ante lo que proponía Carri, son hoy retomados desde “el progresismo”.
El peso institucional del medio se ve acentuado, además, por una operación del propio texto. Sobre el final puede leerse:6 “Este artículo surgió en el marco de las discusiones sobre cine del grupo que integran: Rafael Filippelli, Hernán Hevia, Raúl Illescas, Alejo Moguillansky, Jorge Myers, David Oubiña, Santiago Palavecino, Beatriz Sarlo, Silvia Schwarzböck y Graciela Silvestri, a quienes agradezco el estímulo de sus ideas en las sucesivas reuniones de trabajo, en especial en la dedicada a Los rubios”. En una producción de consenso compleja, quien firma no lo hace enteramente a título personal sino respaldándose en un grupo. No importa que alguno o varios de los asistentes haya disentido con el autor o se hayan peleado con él a muerte; meramente en virtud de su asistencia a la reunión, sólo por haber estado, se los menciona como apoyo. Y entre esos nombres se encuentran, nada menos, la directora de la revista, uno de los miembros del consejo asesor y numerosos colaboradores, lo que presta al artículo el carácter de opinión relativamente colegiada, la lectura “oficial” sino de Punto de vista, al menos de uno de sus sectores (es notoria la ausencia de Altamirano, Dotti y Terán, entre otros). Kohan produce así un texto que es suyo pero colectiviza las ideas, posicionándose casi como portavoz o vocero.7
Y no se trata aquí de cargar las tintas contra Kohan o la revista, sino de señalar el punto en que “La apariencia celebrada” hace emergencia como síntoma, como reacción de todo un modo de producción de consenso en la cultura argentina actual. Aquello que desde Punto de vista reacciona frente a Los rubios es una constelación de intereses compleja; que haya llegado a hundir sus tentáculos incluso en ese medio (siquiera por la operación de uno solo de sus colaboradores, al tiempo que su directora viene de publicar una nota en un matutino manifestándose en contra de ese modo de producción de hegemonía), es una advertencia de la cohesión que impone el “sistema K”.8 Cabe analizar, entonces, en qué términos se configura la reacción.
Lo primero que resulta llamativo –firmado el artículo por alguien que no solo trabaja en teoría literaria sino que, además, es él mismo escritor (y de ficción histórica)– es que el argumento principal haga pie en la distinción entre apariencias y realidad. De hecho, la distinción parece tan endeble hoy día que el propio Kohan9 pierde el hilo y no tarda en confundir realidad con verdad, desplazándose a la oposición ficción / verdad.10 Hacia el final, ya el problema no es ese sino de oposición entre pose y postura, lo leve y lo grave. Dejando de lado la crítica que puede hacerse a tales oposiciones (fundamentalmente, aquella entre ficción y verdad), resulta interesante advertir que para indicar qué “falla”, Kohan necesita todo el tiempo separar órdenes, establecer distinciones. Interesante y al mismo tiempo poco atinado, en tanto lo propio del cine de Carri, como ya se ha dicho, es contaminarlos, hacer borroso el límite. Desde luego, Kohan está en todo su derecho de reaccionar con malestar o malhumor frente a esa contaminación de órdenes, pero no a imputarle, por ello, irresponsabilidad o irrelevancia política.
Refiriéndose a las escenas de animación, por ejemplo, advierte que “…el recurso de los Playmobil ha hecho, por empezar, que en el relato del secuestro las víctimas y los victimarios resulten imposibles de distinguir…” (el destacado es mío). ¿A qué se refiere con “imposibles de distinguir”? A cualquiera que vea la secuencia le resultará perfectamente claro que las víctimas son quienes se refugian en la casa y los victimarios, quienes los acosan: sus acciones los definen. Para Kohan, esto no basta. La distinción a la que se refiere sería una marca física, necesita que los muñequitos no se parezcan, que sean distintos; en su sistema de representación, las responsabilidades en un acto deben tener algún tipo de traducción visual inmediata, con clara connotación ontológica (se es víctima o victimario). Esto se llama, lisa y llanamente, maniqueísmo, y considerado en tanto visión política, es bastante más irresponsable, frívola y simplificadora que aquella adoptada por Los rubios. No obstante, tal reducción facilita la producción de consenso: si “buenos” y “malos” se distinguen claramente, es mucho más fácil identificarse con unos que con otros, y por ende adscribir a ese relato como interpretación de “lo que pasó”.
Ocurre que, además de simplificar el propio posicionamiento frente a los hechos, la categorización –o encajonamiento– contiene y estabiliza los relatos, los vuelve previsibles (y más fáciles de digerir). “Un documental relacionado con dos desaparecidos de la dictadura militar, realizado por una de sus hijas, supone casi inexorablemente que se pongan en juego la cuestión de la identidad y la cuestión de la memoria.” Un documental debe ser tal o cual cosa (de hecho, poco antes ha señalado que identidad y memoria son los andariveles “que es dable esperar de una película como Los rubios”, el destacado es mío). Discutir, a estas alturas y en una revista de cine, el problema de los límites del género sería ocioso, más frente a una película que no acepta tal clasificación genérica y pertenece –de última– a aquellas de borde entre documental y ficción. Lo interesante, aquí, es señalar cómo el pasaje revela, en principio, que hay una expectativa defraudada. Lo que la directora defrauda, la obligación con que no cumple, es la de producir un documental, un documento, un texto con valor oficial. En efecto, a diferencia de la memoria (única), Los rubios habla de una singularidad, y esa singularidad es la experiencia de Albertina Carri (no la de sus padres), que ni siquiera puede extenderse a la de sus hermanas. Carri no se pone a sí misma de caso ejemplar o arquetipo, rechaza toda posibilidad de constitución de arquetipos, de hecho; su logro es demostrar que lo singular, sin necesidad de hacerse extensivo al resto, tiene valor político, el punto en que lo personal y lo político se atraviesan, sin poder distinguirse como ámbitos segregados.
Sin embargo, tal es la preocupación de Kohan por la distinción, la separación y la discriminación,11 que llega a proyectarla sobre Carri. Según él, la película trabaja un distanciamiento bretchiano (en el desdoblamiento Carri/Couceyro), mediante el cual la directora se separa de sí misma para “verse y ya no reconocerse”. La observación es parcial y apresurada, en tanto omite una cuestión fundamental: ¿dónde está ese distanciamiento cuando vemos a la propia Carri, y no a la actriz, bajar a filmar los calabozos donde estuvieron sus padres? ¿dónde está cuando vemos a Carri –luego de la actriz– dejar su muestra de material genético en antropología forense? Estas secuencias (y otras, que tampoco encuentran su lugar en el artículo) son cruciales, porque así como la película trabaja la indivisibilidad de lo público y lo privado o la contaminación entre ficción y documental, en esos momentos afirma justamente la imposibilidad de tomar distancia de sí mismo. Al intentar verme a mí mismo (fantasía fundacional del sujeto moderno), no hago sino generar otra ficción, tal es el postulado –si se quiere– de Los rubios.
A diferencia de lo que ocurre en el teatro bretchiano, en el cine de Carri el distanciamiento mismo falla: en No quiero volver a casa, la fría estructura geométrica no impide la emocionalidad de las escenas familiares; en Barbie…, el humor da paso a lo siniestro; en Los rubios, la tarea de convertirse a sí misma en objeto puesto frente a la propia conciencia (y exhibido a los espectadores) fracasa. Todo propósito racional sucumbe ante la irrupción del deseo. Aquello que a la mirada de Kohan resulta invisible del feliz “buenísimo… corte” de Carri posterior a la filmación de la escena de los deseos es que está lejos de significar que se logró distancia absoluta; antes bien, en tanto esa distancia es luego palmariamente refutada por otras escenas, allí Carri tiene la osadía de mostrarse en el momento en que se engaña a sí misma, en que cree que puede verse y reconocerse (engaño que formaría parte del proceso de construcción de identidad: una “ficción útil”, si se quiere). Que en esa imagen, además, quien está en juego como sujeto aparezca detrás de cámara, en una película donde no sólo está presente todo el tiempo la alegría (y el costo) de filmar, producir, hablar, escribir, sino donde llega a enunciarse la pregunta ¿qué tiene que ver una cámara con una picana?, impide hablar de distancia sin más precisiones (¿distancia de qué?, por ejemplo, y hacia dónde; antes que distancia, en realidad, convendría pensarla como una operación de desplazamiento).
Resulta interesante volver, de todos modos, a la secuencia del Sheraton, y señalar lo paradójico que resulta que Kohan la omita, en tanto sería del tipo que más se adapta a sus expectativas. Ocurre que allí no solo fracasa su hipótesis del distanciamiento, sino también una línea de argumentación en la que vuelve a concordar con el comité de clasificación. Kohan insiste en marcar la “desconsideración” a que Los rubios somete los testimonios de los ex-compañeros de sus padres (para quienes el comité reclamaba mayor atención). Sintomáticamente, aquí la argumentación da paso al impresionismo: “la mueca incierta que hace Couceyro en uno de esos tramos de evocación más personal, ¿qué es: una sonrisa? Y si es una sonrisa, ¿qué expresa? Emoción, seguramente no. Tal vez escepticismo, tal vez cansancio”. Si no se puede precisar siquiera cuál es el gesto que la actriz realiza, si la mueca en ambigua en su misma dimensión gestual… ¿cómo es posible afirmar, en el universo de la certeza, “emoción, seguramente no”? Y si la película elige ignorar el valor de esos testigos ¿cómo se explica que en esa escena, en el momento mismo en que la distancia fracasa, Carri elija hacerse presente con una de aquellas personas a las que hemos visto dar testimonio?
Una vez más, hay que desandar el argumento de “La apariencia celebrada”: “Analía Couceyro, coprotagonista de Los rubios, anota esta frase desoyendo –vale decir, omitiendo– uno de los testimonios grabados que mientras tanto sigue siendo proferido por una compañera de militancia de los padres de Carri, desde la pantalla de un televisor al que Couceyro ha preferido dar la espalda”. En principio, cabría señalar que “desoír” no implica “omitir”: en imagen aparecen tanto el personaje que desoye como el testimonio “desoído”, mostrando –en el mejor de los casos– la distancia entre la protagonista y esos testimonios. Por otra parte, se descuida el carácter de registro de esas entrevistas: no es lo mismo que el personaje haga otra cosa mientras revisa (por enésima vez) una grabación, que si lo hiciese mientras el testimonio es dado. De hecho, en la escena en que Couceyro va a tomar un testimonio (otra que no encuentra su lugar en la lectura de Kohan; vale decir, que omite) , no solo se señala el vínculo afectivo con la entrevistada (en una película donde lo afectivo tiene el peso ya discutido); la actriz presta atención, escucha, atiende. Para dejar en claro que hay una escucha, Carri llega al extremo de incluir una escena en que Couceyro sale de la entrevista, se sienta sola en un parque y sobre su imagen, en off, continúa la entrevista (clásico modo de representación del recuerdo, de “tener algo en la cabeza”). La aparición de los testimonios como registro implica, claramente, su repetición: la repetición de esas historias que, no es difícil inferir, Carri ha escuchado a lo largo de su vida (sobre este tópico, la película es explícita). Que además veamos al personaje trabajando al mismo tiempo hace valer esos testimonios como algo que está allí, resonando constantemente, como un fondo sobre el cual, con el cual, a partir del cual y distanciándose del cual se realiza la película. Los rubios escenifica así la propia identidad y la propia memoria como construcción que se produce a partir de la síntesis y la reelaboración en gran medida de relatos de otros (incluso si esos otros se niegan a dar relato); de hecho, los recuerdos “propios” de Carri son pocos, y no es una cuestión menor. Kohan le está reprochando a Carri desoír un discurso del cual Carri, en la película misma, muestra que no tiene modo de librarse. Lo que molesta a “La apariencia celebrada” es que sobre ese consenso se remarque, repito, una singularidad, revelando –especularmente– que también ese consenso se constituye de relatos singulares, que caída la supuesta homogeneidad no concuerdan, no coinciden, no cierran.
En otro párrafo, sin embargo, se revela una fuente mucho más intensa del malestar cuya voz se hace oír en la reseña, aquel referido a la escena en que Couceyro lee en voz alta Isidro Velásquez, uno de los libros de Roberto Carri. Kohan señala inmediatamente que lo que se lee es una cita y no texto del propio Carri, y a continuación lanza una frase efectista: “A fuerza de distancia y de apartamiento del pasado, en la escena de lectura de la hija sobre el padre, falta nada menos que la escritura del padre”. Además de sugerir una imputación simbólica del orden de lo ominoso, el párrafo deja ver de dónde proviene la turbación: de la falta de la escritura del padre. Escritura del padre que, se sabe, instituye la ley. Y eso viene a demandarle a Carri: la escritura del padre, su herencia… patrimonio, en un sentido literal. Las acusaciones de apariencia, impostura, levedad, despolitización, frivolidad, todas ellas apuntan a la falta de ese texto originario que sancione e imponga la ley a partir de la cual moverse en un universo desbrozado de ambigüedad, merced a esas distinciones opositivas maniqueas que le parecen indispensables (y de las que Carri reniega). No por azar la acusará luego con sutileza de ponerse en el lugar de la “adolescente incomprendida”; justamente, aquella que entra en conflicto con el padre. En esa escena, Carri no acepta la herencia del padre, sino que se ve a sí misma (en otra) re-leer lo que leyó su padre, buscando producir otra escritura, la propia, a partir de los mismos materiales. Tal apartarse de la ley del padre no podía dejar de perturbar a un escritor en cuya literatura los “padres” (San Martín en El informe, Echeverría en Los cautivos) han ocupado un lugar fundamental. Pero de todos modos, una vez más, nada lo autoriza a censurar a Carri por tomar una actitud distinta de la suya respecto del pasado.
Ocurre que “La apariencia celebrada” está escrito desde la figura (la pose) de la generación “intermedia”, una que construye su derecho a la escritura erigiéndose como defensora y custodia de la repetición de la escritura del padre (ausente). Que guarda intereses que no son los de su propia experiencia (de lo que no debe inferirse “inautenticidad”, sino la percepción de la carga del otro, del otro como carga en la propia escritura), Kohan lo reconoce al sobreponer a su firma otro grupo de nombres – donde se suman unas tres o cuatro generaciones –, mostrando que apuesta a inscribirse como sujeto adoptando ese lugar, el de la repetición. Participa así de los sistemas de producción (o al menos mantenimiento) del consenso. Siendo estrictos, el juego de poses, el ensayo de levedad, no parecen ser la película de Carri sino la reseña donde se la acusa de ello, enunciada con la voz de aquel que imposta la del padre (internalizándolo y, por ende, canibalizándolo en el más amplio sentido) . Con ello firma el contrato social sobre el que Los rubios escupe, se agita y se sacude. Son, desde luego, dos posiciones políticas distintas, encontradas, pero ninguna tiene derecho de imputarle a la otra que esté vacía de contenido político. Cuando Kohan dice, por ejemplo, “Suprimió una realidad, la de la violencia política”, ¿recuerda que lo está diciendo de la misma película en que se señala explícitamente –y se muestra– que el mismo lugar donde se torturaba, hoy es la casa de un comisario?
“¿Qué significa ese festivo ponerse pelucas rubias por parte de Albertina y su grupo de amigos?”, pregunta desconcertado Kohan sobre el final, ya que esa misma falsa identificación como “rubios” fue la que facilitó la detención de los padres de Carri. Ponerse la peluca rubia, creo yo, implica la construcción de la propia identidad como decisión voluntaria, no como cosa dada. Que tal construcción, además, es posible retomando la historia (por algo suena detrás “Influencias”), pero haciéndose cargo del funcionamiento del propio deseo en ella, no como tragedia en la que no hay posibilidad de intervención. Significa también asumir la conflictividad y la violencia presentes en la sociedad: ese “rubios” que la vecina dice casi con desprecio, ese mismo “rubios” con que los entregó, es retomado con felicidad, casi orgullo, aceptando así como propia la condición de otro, de extraño y potencial blanco móvil. Y el hecho de hacerlo en grupo, por último, apunta justamente al único grado de socialización que Carri entiende como posible: las afinidades electivas, íntimamente relacionadas (no son solo sus amigos, es también su equipo de trabajo) con el trabajo de la propia escritura, la auto-invención.
Nos construimos, construimos nuestra historia y construimos también nuestras alianzas (que no siempre son racionales, ni calculadas, ni metódicas), deslizándonos entre pensamiento y deseo, en un espacio hostil, violento y fracturado, incluso si algunas de esas distancias nos duelen: no me parece que esto sea una pose ni una nadería, mucho menos una frivolidad. Antes bien, parece una de las posiciones políticas más honestas y disidentes que haya oído. La nota de Kohan también parece una posición política, aunque no disidente. Y dado que la verdad también se construye, elegir una u otra es cuestión de afirmación y proyecto personal.
Hugo Salas.



NOTAS

1- Sumándose a la multiplicación de escenas de pedido de perdón que analiza y critica Jacques Derrida en su entrevista con Michel Wieviorka, publicada en castellano bajo el título El siglo y el perdón.
2- Del discurso de asunción de mando: “Formo parte de una generación diezmada, castigada con dolorosas ausencias; me sumé a las luchas políticas creyendo en valores y convicciones a las que no pienso dejar en la puerta de entrada de la Casa Rosada.”
3- En No quiero volver a casa, el protagonista comete un homicido interclasista tan motivado por la lucha de clases como por el ejercicio de la violencia dentro de su núcleo familiar. A su vez, el acto resulta, por otra parte, paradójicamente funcional a los intereses de la clase dominante.
4- Consenso del que, debe decirse para evitar suspicacias, no creo haya sido responsable el film sino el contexto de recepción en que hizo emergencia, uno de asimilación y conciliación generalizados.
5- Con todo lo bueno y malo que ello tiene, en particular considerando las complejas articulaciones políticas en que se vio involucrada a partir de las públicas tomas de partido de su directora, Betriz Sarlo, que llegaron a incluir el progresismo neoliberal (la cuestión motivó una nota posterior de la propia Sarlo).
6- En tipografía menor, inmediatamente antes de la ficha técnica.
7- La decisión editorial de no suprimir u observar tal párrafo, por otra parte, supone también prestar consenso (consentimiento tácito) a ese consenso que Kohan produce.
8- Entendiendo por “sistema K” no una producción original de tal o cual persona, en este caso Kirchner, sino como síntoma del campo cultural argentino, tal vez en respuesta a la conmoción política que implicó el proceso desencadenado en diciembre de 2001.
9- Si bien la intención es pensar la reacción como síntoma, se habla de “Kohan” tanto para evitar complejas, largas e incómodas paráfrasis, así como también sobre la base de que, finalmente, Kohan se hace sujeto de ese síntoma y lo afirma.
10- “Si estos dos planos se combinan en Los rubios, no se debe a que la ficción y la verdad no puedan distinguirse, porque la ficción y la verdad sí pueden distinguirse”.
11- Tanto molestan los desplazamientos y contaminaciones al sistema de Kohan, que en un momento llega a ponerse en contra de la metáfora misma. Lo hace al criticar la escena en que el matrimonio es secuestrado por un OVNI: “Lo que iba a ser o pudo ser causa política, ahora pertenece al más allá”, desconociendo la articulación de la escena con el resto de la película.

Apéndice (enero de 2005)
En marzo de 2004, Emilio Bernini me ofrece publicar en Kilómetro 111 un artículo sobre Todo juntos, de Federico León, al que se suma luego otro sobre Los rubios, de Albertina Carri, asignación que también acepto. Con el artículo por la mitad, cae en mis manos el número de Punto de vista en que Martín Kohan publica “La apariencia celebrada”. De inmediato, me comunico con Emilio y le propongo discutirlo, vuelta de timón que le parece adecuada ya que él mismo viene de debatir con Kohan en un panel público.
A fines de mayo, entonces, entrego una primera versión de “El consenso reverenciado” que genera una reacción por demás virulenta en una persona cercana tanto a Kilómetro 111 como a mí. Sorprendido, me comunico con Emilio y consulto su opinión. A él le parece publicable tal como está, le gusta y no lo encuentra ofensivo. Sin embargo, me señala que, de preocuparme herir susceptibilidades, podría morigerar el tono de ciertas afirmaciones. Interesado en evitar que me descalifiquen tildándome de “petardista”, accedo.
Entrego la versión definitiva, esta misma, en la segunda quincena de junio. A Emilio le parece mejor, pero unas semanas más tarde me informa que ha decidido ofrecerle a Kohan derecho a réplica. Dada la ausencia de imputaciones legales o de corte personal, me suena exagerado. Kohan, de todos modos, declina el ofrecimiento.
Así las cosas, el quince de noviembre Emilio Bernini me comunica vía mail que la revista está en imprenta, pero que “el grupo”, tras largas discusiones acerca de mi artículo sobre Los rubios, no pudo acordar publicarlo. Las razones esgrimidas son tres:
1) No convence la relación que hago entre el kirchnerismo y Punto de vista, que en todo caso resultaría más compleja.
2) No puedo afirmar que haya habido “consenso absoluto” de ese grupo con la nota de Kohan, ya que algunos de ellos no estuvieron de acuerdo y de otros no puede saberse si lo estuvieron o no.
3) El tono de mi nota es fuertemente personalizado en relación con el autor.
Dejando de lado que no me hayan informado la decisión cuando aún estaba a tiempo de retirar mi otro artículo (consideración editorial mínima), jamás se me invitó a participar del debate. Hasta el momento, Bernini afirma que no responde a su voluntad (que era la contraria), y ante mi pedido de precisiones ha sindicado a Daniela Goggi, Domin Choi y Mariano Dupont como los demás integrantes del grupo.
Respecto de las objeciones:
1) La relación que se establece entre Punto de vista y el kirchnerismo es bastante específica. No se dice apresuradamente que la revista sea “kirchnerista”, por ejemplo, sino que uno de sus colaboradores incurre en el mismo sistema de producción de consenso (que se extiende, por otra parte, al conjunto de la cultura). Más allá de ello, que en su carta de renuncia a Punto de vista Carlos Altamirano invoque como motivo el grado de “consenso” imperante en la publicación, me parece una coincidencia más que atendible.
2) En ningún momento afirmo que haya habido consenso absoluto del grupo con las ideas de Kohan, sino justamente que hay un procedimiento en su artículo por el cual, quieran o no, se los “hace” participar de un consenso. El párrafo al respecto es más que claro: “No importa que alguno o varios de los asistentes haya disentido con el autor o se hayan peleado con él a muerte; meramente en virtud de su asistencia a la reunión, sólo por haber estado, se los menciona como apoyo.” Leer lo contrario no parece el fruto de cuidadosas lecturas sino más bien de una por demás apresurada (en el mejor de los casos).
3) Kohan es criticado por aquello que firmó y escribe, no por motivos personales. Las imputaciones que se le hacen son a título de crítico y escritor exclusivamente. Su vida, pública o privada, no es materia de discusión ni se invoca como prueba de error de sus argumentos. De hecho, su posición termina vinculada a coordenadas generacionales. “Personalización”, mal que nos pese, no es lo mismo que ad hominem.
Dicho esto, y más allá de lo desprolijo del asunto, no puedo dejar de considerar errada la decisión de Kilómetro 111. En todo caso, la discusión corresponde ahora a los lectores.


Novedades: en un comprensivamente ofuscado e-mail fechado el día de ayer, 12 de enero de 2005, Mariano Dupont me hace saber que no estuvo presente en reunión alguna donde se discutiera la publicación de mi artículo, que desde el número 4 ha dejado de pertenecer al Consejo de Redacción de Kilómetro 111 y que, hasta donde llega su conocimiento, la decisión de no publicar la nota habría correspondido a Emilio Bernini exclusivamente (quien hasta el momento sostiene haber tenido intención de publicarla contra la oposición del resto del “grupo”, al que nunca calificó de consejo y en el que incluía a Mariano Dupont). Desde ya, tanto Emilio como Domin, Daniela o el propio Mariano están invitados a presentar su réplica.

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